Es conocida la preocupación que suscita entre autoridades, instituciones educativas y opinión pública la baja calificación que el informe internacional PISA otorga a la formación académica del alumnado español a los 15 años, en aspectos básicos como la comprensión lectora y la expresión escrita. Nuestro alumnado muestra grandes dificultades en la comprensión de textos adecuados a su edad y competencia cognitiva, así como para expresar por escrito ideas, emociones o sucesos de la vida diaria.
Para quienes no están familiarizados con los entresijos de nuestro sistema educativo, sorprende que después de 12 años de escolaridad nuestros chicos y chicas sean incapaces de usar con soltura y corrección la propia lengua, tanto en el plano oral como en el escrito. Pero, seamos sinceros, ¿acaso no es esta la consecuencia más evidente de prácticas educativas que para nada tienen en cuenta la lectura?. Nuestro alumnado transita de curso en curso por las aulas memorizando resúmenes de manuales escolares, rellenando, como autómatas, ejercicios lingüísticos de espacios en blanco o frases inacabadas, aprendiendo a contestar preguntas sobre un texto para cuya comprensión ningún docente le ha provisto de estrategias de lectura. Los saberes que circulan por las aulas, sean éstas de primaria, secundaria o bachillerato, son dosis de conocimiento enlatadas en envases únicos que no han sido comparadas, contrastadas, enfrentadas a otras fuentes, a otras voces. Esos envases se llaman libros de texto, apuntes o fotocopias de algún manual de cabecera. Como acertadamente ha subrayado Juan Mata, hoy es posible cursar una carrera universitaria sin haber leído un solo libro relativo al campo del saber objeto de estudio. O tal vez sí. Sólo uno. ¡Ay de los hombres de un solo libro!.
La lectura recreativa de obras completas de literatura infantil y juvenil en clase, la lectura de buenos libros que aportan al lector una mirada inquietante, sorprendente o curiosa, la lectura ganada al tiempo escolar ávido de cabezas plenas de memoria inútil, se revela como la mejor propuesta formativa para acercarse al conocimiento esencial de las cosas. El que nos lleva a sumergirnos en mundos imaginarios y nos ayudan a construir y proyectar nuestros deseos y ensoñaciones. Esto es, a imaginarnos como lo que no somos y aspiramos a ser. El que nos lleva a páginas que nos abren a un mundo real y lejano a la vez, y nos enseña las maravillas del universo tangible. O la distinta visión de la misma ciudad contemplada a través del espejo sumergido en charcos de lluvia cuya imagen tiembla y se desvanece bajo las pisadas del caminante.
Y esas lecturas y esos libros surgen de un río donde fluyen todas las experiencias y emociones de la condición humana. Son una corriente que transcurre de forma inacabada, compuesta de tantos instantes como veces pasamos las páginas del libro. Sí, la biblioteca es un río por el que discurren cuantos saberes la humanidad ha destilado. Son la memoria dormida de seres que a los que despertamos y arrebatamos, apropiándonos más de ellos cuanta más amplia es nuestra experiencia y mayor nuestro conocimiento del mundo y de las cosas.
No es mi pretensión pregonar la excelencia del ensimismamiento del lector a modo del “Doncel de Sigüenza” como modelo ideal para chicos y jóvenes del siglo XXI. Se trata de algo más simple y ordinario: ofrecer en la escuela (¿dónde si no?) la posibilidad de acercarse a literatura infantil y juvenil, de acceder al imaginario colectivo que nos identifica como comunidad cultural. Particularmente, la literatura de ficción, única empresa en la que chicos y jóvenes están dispuestos de invertir un tiempo inestimable que, sin duda, favorecerá la velocidad lectora, el enriquecimiento del vocabulario activo y pasivo y el ejercicio de estrategias para comprender e interpretar lo que leen.
Y debe ser en la escuela y en tiempo lectivo donde las jóvenes generaciones dispongan de la oportunidad – para algunos única en su vida – de relacionarse con la literatura y aprender a leer textos por el sólo placer de hacerlo, sin funcionalidad inmediata. Será en el aula y en la biblioteca escolar donde pueda materializarse la posibilidad que le apunto. Máxime cuando la escuela constituye para muchas familias la única esperanza de incorporarse a un mundo de valores culturales compartidos, puerta de acceso al trabajo y a la integración social. Eso sí, no hay persona o instancia mediadora que pueda asegurar, a ciencia cierta, que las acciones emprendidas construyan el hábito y el placer de la lectura en los jóvenes ¡Ojala la escuela pudiera garantizarlo! Quizá en muchos casos no lo consiga, pero al menos lo hará probable.
Por ello, junto a un necesario cambio metodológico derivado de una nueva conceptualización de la lectura en la manera de enfocar las prácticas lectoras en el aula – leer no es solo descodificar, también comprender, relacionar, interpretar, construir significados… y ello dura toda nuestra vida - creo pertinente tomar decisiones en tres ámbitos muy concretos. El primero se refiere al currículo escolar; estoy firmemente persuadido de que la literatura infantil y juvenil y la práctica de la lectura por placer ha de formar parte de las prescripciones curriculares. El segundo pasa por la habilitación en los horarios escolares de un tiempo diario dedicado a la lectura, a las diversas formas de lectura, sean recreativas o funcionales. La tercera tiene que ver con los recursos. Nuestros centros precisan de bibliotecas escolares bien dotadas y organizadas a cargo de bibliotecarios con formación técnica y pedagógica… y maestros de lectura en cualquier momento, lugar o propósito escolar. Maestros que actúen como mediadores entre los libros y los niños. Maestros conocedores de buenos libros que formen lectores, que les lean en voz alta, que les conduzcan por los intrincados vericuetos de planteamientos, nudos y desenlaces. Lo demás se dará por añadidura.
Tal vez entonces estemos más cerca de formar no solo mejores alumnos, también mejores aprendices de lectura o, todavía más, mejores seres humanos.