Me pregunto qué contenidos de los que ahora enseñamos en los colegios serán relevantes cuando los niños de nuestras escuelas lleguen al mundo laboral. Cuando hojeo los libros de texto - porque son los libros de texto los que dictan el currículo escolar - no dejan de asaltarme dudas sobre la pertinencia y la significatividad de muchos de esos contenidos. Cuando observo los modos de acceder a la información y los materiales que se suelen utilizar, presentados de forma inconexa con la experiencia vital, no dejo de preguntarme qué quedará de todos ellos dentro de quince años. Si vuelvo la vista atrás y rememoro mis propias experiencias escolares compruebo compungido que mi conocimiento del cuerpo humano se debe más a los huesos rotos de mis amigos y las enfermedades de mis familiares que al pesado lastre de contenidos conceptuales que hube de memorizar y luego verter sobre el papel de examen para acreditar mis "conocimientos". Poco importa que las ilustraciones fueran en blanco y negro, de haber tenido relación con mi mundo, ya habría yo puesto color, movimiento y vida sobre sobre aquella enciclopedia acromátrica titulada "Haz de luces".
Hoy vivimos rodeados de información y de múltiples oportunidades para acceder a ella. Sin embargo, imbuidos de la ideología del almacenamiento, con frecuencia dedicamos el tiempo a verter conceptos sobre nuestros alumnos que son inexorablemente rechazados desde la más decidida pasividad. Nuestro niños han aprendido a cuestionar a los adultos, algo que, a su edad, nos hubiera parecido inconcebile. Esa pasividad es la apariencia que adopta su convicción. No siempre la oportunidad se transforma en posibilidad, pues, obsesionados por los contenidos, no encontramos tiempo para abordarlos procedimientos de acceso a la información, primero, y al conocimiento, después. Pero, claro, para ello se necesitan bibliotecas, no vale con el libro de texto.
Vivimos también en un mundo donde lo lejano y diferente reside ya en nuestra propia ciudad. Hay barrios, incluso bloques de pisos que son un atlas de pueblos, razas, culturas, olores y sabores. Y sin embargo, no estamos enseñando a conocer a quienes siendo diferentes viven ya entre nosotros, a saber de su cultura, costumbres, tradiciones y valores. Creo que uno de los contenidos más importantes que deberíamos trabajar en los colegios es enseñar a convivir en la diferencia conociendo y respetando otras formas de vida, otras creencias. Nuestras calles y plazas, muchas de nuestras escuelas son un mosaico multicolor de personas venidas de lejos que, nos guste o no, forman parte de nuestras vidas. Conocer, valorar y respetar es el mejor camino para combatir la exclusión o la xenofobia desde las escuelas. Ese es el reto de la sociedad próxima en la que se tendrán que desembolver nuestros niños de hoy.
La lectura se convierte entonces en un instrumento privilegiado para alzar la visión hacia realidades más lejanas y complejas desde una mirada global conformada a partir de datos significativos. El relato de una niña, Madlenka, que recorre la vecindad para contar a todo el mundo que se la ha caido un diente y que ya es mayor, nos permite conocer a su vecino, el Sr. Gaston, que hornea galletas, pan francés y le cuenta cosas de Francia; al Sr. Sigh, que vende caramelos revistas y periódicos y le habla de la India, o a Eduardo, de América Latina. Su nombre es Madlenka, pero la llaman Madela, Mandala, Madeleine, Magda, Magdalena, en distintas lenguas.
Sospecho que el mundo en el que vivirán los niños y niñas de nuestras escuelas de hoy tendrá múltiples referencias culturales y religosas. Inmersos en una diversidad de razas, creencias, y costumbres no tendrá cabida para la uniformidad ideológicoa o religiosa. El monopolio de las verdades teológicas o de la idea de nación será un recuerdo del pasado ¿Será por eso por lo que está tan nerviosos la iglesia católica y las derechas nacionalistas?
(Quizá otro día os hable más de Madlenka, de Peter Sis editado por Lumen en 2003)
Hoy vivimos rodeados de información y de múltiples oportunidades para acceder a ella. Sin embargo, imbuidos de la ideología del almacenamiento, con frecuencia dedicamos el tiempo a verter conceptos sobre nuestros alumnos que son inexorablemente rechazados desde la más decidida pasividad. Nuestro niños han aprendido a cuestionar a los adultos, algo que, a su edad, nos hubiera parecido inconcebile. Esa pasividad es la apariencia que adopta su convicción. No siempre la oportunidad se transforma en posibilidad, pues, obsesionados por los contenidos, no encontramos tiempo para abordarlos procedimientos de acceso a la información, primero, y al conocimiento, después. Pero, claro, para ello se necesitan bibliotecas, no vale con el libro de texto.
Vivimos también en un mundo donde lo lejano y diferente reside ya en nuestra propia ciudad. Hay barrios, incluso bloques de pisos que son un atlas de pueblos, razas, culturas, olores y sabores. Y sin embargo, no estamos enseñando a conocer a quienes siendo diferentes viven ya entre nosotros, a saber de su cultura, costumbres, tradiciones y valores. Creo que uno de los contenidos más importantes que deberíamos trabajar en los colegios es enseñar a convivir en la diferencia conociendo y respetando otras formas de vida, otras creencias. Nuestras calles y plazas, muchas de nuestras escuelas son un mosaico multicolor de personas venidas de lejos que, nos guste o no, forman parte de nuestras vidas. Conocer, valorar y respetar es el mejor camino para combatir la exclusión o la xenofobia desde las escuelas. Ese es el reto de la sociedad próxima en la que se tendrán que desembolver nuestros niños de hoy.
La lectura se convierte entonces en un instrumento privilegiado para alzar la visión hacia realidades más lejanas y complejas desde una mirada global conformada a partir de datos significativos. El relato de una niña, Madlenka, que recorre la vecindad para contar a todo el mundo que se la ha caido un diente y que ya es mayor, nos permite conocer a su vecino, el Sr. Gaston, que hornea galletas, pan francés y le cuenta cosas de Francia; al Sr. Sigh, que vende caramelos revistas y periódicos y le habla de la India, o a Eduardo, de América Latina. Su nombre es Madlenka, pero la llaman Madela, Mandala, Madeleine, Magda, Magdalena, en distintas lenguas.
Sospecho que el mundo en el que vivirán los niños y niñas de nuestras escuelas de hoy tendrá múltiples referencias culturales y religosas. Inmersos en una diversidad de razas, creencias, y costumbres no tendrá cabida para la uniformidad ideológicoa o religiosa. El monopolio de las verdades teológicas o de la idea de nación será un recuerdo del pasado ¿Será por eso por lo que está tan nerviosos la iglesia católica y las derechas nacionalistas?
(Quizá otro día os hable más de Madlenka, de Peter Sis editado por Lumen en 2003)