sábado, febrero 18, 2006

La persistencia de lo efímero

Merced a la ley universal del desembolso económico los manuales escolares o libros de texto cambian cada cuatro años; es decir, se les lava la cara - aderezándoles con más vistosas fotos e ilustraciones o sustituyendo el gráfico circular por el de barras – se altera el orden de presentación de algunos contenidos y, por supuesto, los datos de las ejercicios. Esa remozada imagen de su apariencia sigue el principio de Lampedusa: cambiar todo para que nade cambie. Cada cuatrienio el libro de texto es igual a sí mismo.

El libro de texto no colabora en la formulación de preguntas que den respuestas a la curiosidad infantil

(Quizá la auténtica formación del maestro consistiera en el aprendizaje del arte de la interrogación, en el planteamiento de cuestiones que supongan un reto para al saber, porque sólo alcanza más conocimiento quien duda, no quien sentencia)

por el contrario a lo largo de sus lecciones van desgranando una galería de respuestas ajenas a sus lectores.

Es el libro de texto alfa y omega del conocimiento. No es necesario salir de él para recalar en los espacios eternos de la sabiduría; todo cuanto exhiben a él vuelve. Las actividades a que inducen nunca van más allá de las fuentes que el mismo libro ofrece, tan evidentes son las cuestiones de comprensión lectora y tan a mano y unívocas las respuestas que ningún alumno ni maestro se aventuraría a salir de los seguros territorios de este moderno catecismo secularizado. El libro de texto no es una lanzadera, un trampolín que invite a ir más allá; al contrario, cuando atrapa en sus redes ya no se puede salir. No constituyen los modernos manuales una forma de abordar el currículo, son el currículo, compacto, empaquetado, organizado hasta en sus más mínimas dosis, un mundo en sí mismos.


Son cerradas las actividades que plantean, pues no precisan de la cooperación creativa del alumno. A lo sumo sólo de la transposición mecánica de términos hacia el hueco previsto a tal fin. Un texto abierto permite la cooperación del alumno, invita al riesgo, a exponer sus hipótesis iniciales – “creencias espontáneas” – a actividades real no “librescas” modificando ideas y expresándolas por escrito para ser mostradas y compartidas por los demás. Por eso se escribe tan poco en las escuelas, porque enfrentamos a nuestros alumnos a textos cerrados que invitan a la copia, a la memorización, a la repetición mecánica de las ideas, al nominalismo, a expresar en un examen lo perenne, lo inmutable, lo intangible. Como si nuestros alumnos construyeran ciencia, cuando de lo que se trata es de que construyan su conocimiento.

(Hay otros libros capaces de albergar textos abiertos que inviten a la investigación, al hallazgo personal, a la búsqueda, aunque también al error, que tan sólo es una fase más en el proceso de búsqueda. Estos libros pueden llevar a otras formas de enseñar y de aprender, se les puede bautizar como libros documentales, de conocimiento, del saber o, simplemente informativos)

Dicen que los libros son como las cerezas, que unas enganchan a otras. Pero las cerezas de los manuales escolares no tienen rabo, no llevan a otros libros, no indican otros horizontes, no incorporan ninguna brújala de navegación, ni siquiera marcan los puntos cardinales de Internet, acaban en sí mismos. Es curioso que muchas direcciones web, que no aparecen en estos manuales, duren más que los cuatro años de vigencia del texto escolar.
El libro de texto es, por lo demás, caro, volátil, no se recicla, cuando finaliza el curso suele ir directamente a la basura...pero permanece en las escuelas y en las aulas. He aquí la persistencia de lo efímero.