domingo, agosto 14, 2005

El Melonar de los Frailes



En el imaginario colectivo de los niños de Las Villuercas de la era analógica (los relojes - no nuestros relojes - tenían entonces 12 horas) el Melonar de los Frailes era algo así como el maná para los israelitas en su largo peregrinaje a la tierra prometida. Hacia la mitad del camino viejo de Cañamero a Guadalupe, que confluye con el de Berzocana un poco antes de las Cruz de Andrada, se ofrecería al viajero el placer refrescante de cientos y cientos de melones que vendrían a saciar la sed y el hambre del viajero fatigado antes de postrarse a los pies de la Virgen en su Monasterio. Un mar de verdes y elípticos manjares constituían el sueño infantil de quienes escuchábamos desde el suelo, mirando hacia arriba boquiabiertos y embobados las historias de los mayores. El Melonar de los Frailes plasmaba nuestro particular paraíso en una época sino de hambre sí de escasez manifiesta, que si bien mermaba nuestro cuerpo estimulaba ¡y de qué manera! nuestra imaginación.
El hambre y la sed se podían saciar después de un gran esfuerzo con la sóla condición de no desfallecer en el camino, de no renunciar a la meta.
Y así crecimos, en la creencia nunca confirmada, del verdadero sentido de lo que representaba el melonar de los frailes. Más adelante hubo un momento en que percibimos la presencia de una sonrisa burlona de la que antes no nos habíamos percatado. Y empezamos a sospechar que una cruel burla se escondía detrás de tan sugestivo nombre. Nos hicimos mayores. Pero el verdadero momento en que me dí cuenta de que había crecido fue cuando, al recorrer por primera vez el camino, pude ver y pisar el Melonar de los Frailes: un mar de pardos y elípticos cantos de cuarcita fragmentada constituían la cruel realidad no sé si del mito infantil o de la metáfora religiosa. Era el Melonar de los Frailes.